Los sueños son para los idiotas. La gente sin valor. Las películas románticas. Los dramas perfectos. Me gusta cuando hablas de mí como si fuera a cambiar el mundo, como si ya lo hubiera hecho. Como si no hubiera esfuerzo en pasar de una palabra a un hecho tan concreto. Yo, que parezco un muro de hormigón, no soy más que una hormiga intentando alcanzar el otro lado del muro. Muchas veces tengo miedo, muchas veces dudo y no soy yo, me quedo en medio. Medio confusa, medio cobarde, visiblemente superada. Pero todo pasa y algo queda, y lo que quedó fui yo y mis ganas. Aunque no creyera que fuera a creer tan pronto en cosas que ya había olvidado. Que había aprendido, a golpes, a olvidar. Ya ni siquiera pienso que de esta igual nos morimos... Me gusta pausar tu ritmo, escuchar tu mirada, poner la mano en tu pecho, desordenar la casa. Deshacer el tiempo, enredar las sábanas, invertir los días en el calendario. Maldecir la lluvia a ratos, dejar de escuchar las gotas chocando contra el cristal de la ventana. Chocar tu cuerpo contra mi cuerpo. Chocar de nuevo con el mañana. Por la mañana. Despertar. Despertarme con tus labios en mis labios. Con una mano caliente en la piel. Marear un café frente a tus sueños y enlazarlos con los míos. Montar un puzzle de ti y de mí. Curarme luego, lentamente, de esa sobredosis de azúcar con la risa, con la rabia, con la espera de este mundo. Cambiar de contexto. ¿Nunca has soñado con vivir? A mí me ha dado por vivir persiguiendo sueños y siempre voy corriendo. Sin embargo, ahora sí tengo tiempo de mirarnos en el espejo, de escribir algo cursi, de volver a casa despacio y bajo la lluvia, mojándome el pelo con una sonrisa. De perder las horas mirándote embobada. De depilar mis piernas cada mañana... Y un motivo dulce.
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