Recuerdo aquél día cualquiera en el que me crucé al jefe entrando a la oficina de buena mañana y me dijo que envidiaba de mí lo feliz que se me veía todos los días.
"Sempre duus un somriure a la cara."
Me sorprendió el comentario, pero no podía negarlo: era la época más feliz de mi vida. Yo era muy consciente y lo vivía así cada día. Lo exprimía. Sabía lo efímero que podía ser, o lo intuía. Por eso me exasperaba que tú no lo entendieras. Que hubiera cadáveres andantes. Que andaran zombies vagando por las calles, cuerpos aletargados tirados por las sillas, por las plazas, por los sofás, en las ruinas de sus casas. Por eso me ahogaba pensar que nos estábamos perdiendo algo. Que se nos acababa el tiempo. Que se aproximaba la tormenta.
Nadie entiende por qué alguien tan joven tiene tanta prisa y yo no sabía explicarlo. Era casi esotérico (soy pitonisa). Tiempo después, a mi psicóloga una vez le dije: "veo cosas que nadie ve" y me sentí un poco como en el Sexto Sentido (creo que ella en cierta manera más o menos sí sabía a qué me refería).
No lo sé. A veces sólo es cuestión de creer, de vivir el presente, de disfrutar lo que se tiene ¿no? Ni siquiera hace falta una razón para ser feliz todo el tiempo. Para qué serlo solo a ratitos. Para qué posponerlo. Para qué esperar. Para qué pausar la vida. Por qué no dejarse llevar, dejar que te atropellen, tirarse al abismo, saltar de ese barco y romperse un poquito entre las rocas, ser ese mar embravecido, chocarse, abrazarse, nadar, bucear, ir más allá. Irse. Ir. A alguna parte. Contigo.
Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus.
Tempus fugit, sicut nubes, quasi naves, velut umbra.